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Hoy hace diez años

Los temas de la aldea,1959, páginas 213-221. Mario Alberto Jiménez Quesada

     Hoy hace diez años nació la Constitución que nos rige. No es una sietemesina. La Constituyente tardó nueve meses y veintitrés días en su gestación. Se firmó a las tres de la tarde del día siete de noviembre de mil novecientos cuarenta y nueve y entró en pleno vigor al filo de las doce de ese mismo día. Su signo astral es Escorpión, no el mejor de todos, lo que no quita que nuestra Carta tenga hermanos zodiacales tan distinguidos como Martín Lutero, Chiang Kai Shek, Vivien Leigh y Barbara Hutton.

     Su nacimiento fue muy hermoso. Memorable pompa. Después de vivir dieciocho meses sin Constitución, el pueblo la esperaba ansioso. Todos quisieron estar presentes en el acto que devolvía la normalidad a Costa Rica. Con plumas de oro sobre pergaminos firmamos los constituyentes en medio del silencio emocionado de los ciudadanos que atestaban las barras, el patio y las calles circunvecinas del Palacio Nacional. Terminado el acto tronó el cañón y las campanas de la Catedral, como heraldos, se lanzaron a vuelo. La Bernarda decía con su voz augusta: “Constitución habemos, habemos, habemos...”. En medio de los hurras de la multitud los constituyentes nos trasladamos a la puerta del Palacio llevando a nuestra hija en un cojín de terciopelo para que recibiera el homenaje del ejército, el cual, a pesar de que de ahí en adelante quedaba abolido por inconstitucional, pasó jubiloso con sus bandas marciales presentándole armas a la recién nacida...

     Apoteosis tan hermosa es pura fantasía. Eso sucedió alguna vez en otros países, mas nunca en Costa Rica. Si ha habido en el mundo un acto deslucido, melancólico y desprovisto de toda solemnidad, fue la proclamación de la nueva Carta de 1949. En aquella fría tarde de noviembre ni un perro se asomó por el desolado Palacio de don Juanito. Después de firmar los diputados nos escabullimos de refilón como si la nueva ley fundamental fuera el peor de nuestros pecados. Íbamos casi corridos.

     A nadie emocionó volver a la vida constitucional. ¿Cómo explicar esa frialdad? De muchas maneras. Nadie creía que comenzaba una nueva era. A nadie le interesaba el agua de la regeneración, pero lo principal es que la Constituyente no era apreciada. LA encontraban muy desteñida. La gente madura decía: “La Constituyente de 1917 ¡sí que fue algo deslumbrante! ¡Qué oradores aquellos! ¡Qué profundidad! ¡Qué brillantez!”

     Todos los partidos políticos estaban disgustados con nosotros. Tirios y troyanos, capitalistas y socialistas, progresistas y retrógrados, protestantes, católicos y liberales sentíanse defraudados. El desdén era tanto que a quienes organizaban los festejos protocolarios de la renovación de poderes que tendría verificación al día siguiente, por poco se les olvida convidar a los constituyentes.

     De esto se puede sacar una conclusión de oro: “Cuando a nadie le gusta la Constitución, la Constitución es buena”. O, dicho al revés, “una Constitución es buena cuando a nadie le conviene mucho”.

     Diez años son un montículo que permite ver el panorama de diez años. Lo primero que se ve para atrás son diez cruces. De los sesenta constituyentes han muerto: Federico Salas Carvajal, Nautilio Acosta Piepper, Fabio Baudrit González, Manuel Francisco Jiménez Ortiz, Luis Dobles Segreda, Everardo Gómez, Fernando Pinto Echeverría, Rafael Sotela Bonilla, José Ma. Zeledón, Vicente Desanti León...

Recuerdo la Constituyente como una aventura agradable y no porque signifique para mí la única vez  en que he sido persona importante. Es que aquella vez fue una reunión de caballeros. No quiere esto decir que todos y cada uno de los constituyentes fuera flor y espejo de virtudes. Lo que debe entenderse es que el promedio de su conducta colectiva tuvo una calidad caballerosa. El fenómeno no es común. No sé quién dijo, más o menos, que dos caballeros juntos ya forman populacho. En el 49 la regla no se cumplió: el conjunto fue superior a lo individual.

     Después de esa asamblea nunca más en Costa Rica un cuerpo legislativo será una reunión de puros caballeros. No se me enoje nadie. Escuchen con paciencia. Fue la última reunión viril de legisladores por la muy sencilla razón de que esa Constituyente acordó el voto femenino y de allí en adelante los legisladores han sido y serán, damas y caballeros.

    En Costa Rica, las mujeres tuvieron el voto diez años antes que en la Suiza de Europa. ¿Cómo dicen entonces que somos la Suiza Centroamericana?

     Si mis cuentas no andan mal, desde la independencia, en 1821, hasta el año 1948 nuestra república tuvo quince Constituciones. Esto quiere decir que el promedio de vida de una Constitución ha sido en la pacífica y quieta Costa Rica de apenas 8,46 años. Felicitemos la Carta de 1949 que ya va durando diez, aunque con nueve reformas.

     De los grandes pecados que le encontraban a la Carta de 1871 y que sirvió para condenarla era, como dijo un ilustre constituyente, “que a punta de remiendos estaba esa carta como pantalón de zapatero”. La nueva Carta de 1949 no duró diez sin ponerse igual de remendada.

     Feo es decirlo cuando uno ha sido acólito y más feas son las comparaciones, pero creo que la Constituyente de 1949 es la que más trabajó de todas las que Costa Rica tuvo. En ninguna otra se han planteado tantos problemas jurídicos nuevos y diferentes que se resolvieron dentro de un plazo perentorio. En la famosa Constituyente de 1917 sólo hubo dos platos fuertes: el implantamiento de la pena de muerte y la creación del Senado. Dos temas un poco güeros y resobados que se prestaron admirablemente para una fácil retórica, la cual subyugó a los contemporáneos. Hoy no soportaríamos aquellos duelos de palabrería hueca y relumbrante muy del siglo XIX coleando aquí todavía en 1917.

    Las situaciones políticas imperantes en el 17 y en el 49 tampoco se pueden comparar. En 1949 el Poder Constituyente no fue de opereta. Actuó su Asamblea con moderación, con tacto, pero con firmeza. Sin ostentación, pero como una genuina Constituyente. No fue deslumbrante, tampoco nebulosa.

     La Asamblea la compusieron siete médicos, cuatro maestros, treinta y tres profesionales en derecho y dieciséis pertenecientes a otras disciplinas o actividades comerciales, agrícolas e industriales.

     En un principio los abogados les caímos muy mal a los médicos. Los abogados pueden entenderse rápidamente con los médicos, mas no siempre al revés.

    Uno de ellos me dijo:

           -A los abogados habría que entablillarles la lengua.

    Otro se empeñaba en comparar los problemas jurídicos con diviesos que se podían rajar rápidamente en cruz o zigzag. Los médicos se exasperaban con ese freír y refreír, rumiar y volver a rumiar las palabras, pasarlas y repasarlas, pesarlas y sobrepesarlas, propio de los “licenciados”. Al final fueron cayendo en la cuenta de que los problemas legales no se pueden resolver por analogía con los problemas de la medicina. Caer en esa falsa analogía es el peligro que siempre presentan los médicos como estadistas.

     Dije que fue aquella una reunión digna. Recordemos con simpatía y aprecio a su presidente, un médico, el Dr. Marcial Rodríguez Conejo. Presidente poco marcial y por eso mismo muy humano, repleto de paciencia y de cierta bonhomía alajuelense. Bajo su presidencia cada quien habló lo que quiso, como quiso y cuando quiso. Ningún diputado se quedó con nada en el buche. No se conocieron las mociones guillotina ni los reglamentos mordaza, no obstante que había que terminar la tarea dentro de un plazo perentorio. Mordazas y guillotinas parlamentarias aparecieron después.

      A pesar de los antagonismos tan radicales y firmes, tampoco entre los diputados se dieron mayores disgustos, a lo sumo bostezos y pullitas.

     Y a propósito de palabras. La Carta de 1949 no ha podido ser muy criticada en cuanto a gramática. Se nombró con tiempo una comisión para cuidar de ese aspecto, la cual no funcionó. A última hora todo era una maraña. Plantee a la Cámara el problema. La indiferencia era casi total. Los elementos más jóvenes y también los que parecían más intelectuales no tenían la menor preocupación por la gramática. Algo que todavía no comprendo. Hasta se burlaron de mis apuros. Propuse buscar una persona fuera del seno de la Cámara para que con mente fresca revisara la Constitución. El legislador a fuerza de discurrir un texto lo llega a sobrentender y hasta lo encuentra clarísimo. Para que no fastidiara más me dieron carta blanca. Escogí al gramático don Napoleón Quesada hijo. Es necesario mencionarlo. No cobró  nada por sus servicios, los cuales útiles y gratuitos, no se consignaron en ninguna acta. Blanquear y azulear textos a última hora no es cosa sencilla. En muchas oportunidades, por la premura del tiempo, yo recogía los aprobados en la revisión final y en automóvil los llevaba adonde el señor Quesada. Al regreso pasaban directamente al pendolista encargado de confeccionar el original de la Constitución.

     Un gramático simplemente por serlo, no puede trabajar solo en la revisión de un texto constitucional. El derecho tiene su jerga aparte.

     De esa escardada que representó un trabajo adicional enorme, de los diputados únicamente nos encargamos el Lic. Fernando Vargas, segundo secretario de la Cámara, y yo. Los representantes no sólo eran indiferentes a la corrección del texto sino que muchos casi hostiles. El Dr. Fernando Pinto fue una excepción. Tan serio y poco literato. Supongo que su formación francesa lo hacía preocuparse por los textos limpios y precisos.

      No faltaron hasta incidentes. Un distinguido compañero, exasperado porque le entresacamos catorce palabras a un artículo de redacción suya, que nos parecía muy espeso, interpeló impaciente a la Asamblea:

¿Qué es esto, una Constituyente o una oficina de telégrafos...?

     Siete partidos concurrieron a las elecciones para constituyentes. Tres quedaron totalmente eliminados. Cuatro se repartieron la Cámara: Partido Unión Nacional, Partido Constitucional, Partido Social Demócrata y el Confraternidad Nacional.

     El Partido Constitucional, al cual yo pertenecía, fue una aventura inesperada. Improvisado, apenas escasos veintidós días de campaña electoral, logró el segundo puesto en la Cámara. Ese resultado a todos sorprendió, aunque había sido abonado por personajes con verdadero criterio de estadistas.

     Sus colores, un poco toreros, el rojo y el amarillo. Su programa: ecuanimidad, la juridicidad y el mantenimiento de las grandes tradiciones costarricenses. Esto ofreció y lo cumplió. Nuestro improvisado y efímero partido no traicionó su bandera. Fue realmente el único bando de oposición en la Cámara. Su actuar constituye modelo clásico  de cómo se puede ser oposición sin injuriar. Uno de los principios del arte parlamentario manda: si tu causa es mala, injuria y miente. Como nuestra causa era justa nunca mentimos ni ultrajamos a nadie.

     Los licenciados don Manuel Francisco Jiménez Ortiz, don Arturo Volio Jiménez, don Juan Rafael Arias, don Fabio Baudrit, fueron nuestros grandes acorazados de línea. Fogueados y machuchos representaban una gran tradición y experiencia parlamentaria. El Lic. Miguel Brenes Gutiérrez era de tipo más reciente. Fue un equipo de abogados. Pronto los más jóvenes de la Cámara propuestos a lucirse partiendo plaza, tuvieron que experimentar porqué el pueblo dice que “más sabe el Diablo por viejo que por Diablo”.

     Don Manuel Francisco Jiménez Ortiz se vio obligado a retirarse a media batalla. Llegó ya herido a la contienda. A pesar de ser gentil hombre tan pudiente, no era un burgués y como señor sabía acudir a la brecha. Cuando un país no tiene élites o sus élites se aburguesan, las democracias llegan a ser eso que algunos llaman mediocracias o canallocracias. Cuidado que no vayamos para allá. No uso la palabra burgués de abajo para arriba, la uso de arriba para abajo.

     Es bueno recordar que el Partido Constitucional fue el único partido de importancia que no cobró su campaña electoral para la Constituyente. Pienso que será la última vez que eso suceda en la historia política del país. Nuestra llegada a la Cámara no le costó al pueblo de Costa Rica. Los gastos de la campaña, aunque corta, fueron, por las circunstancias crecidos. Se costearon entre don Manuel Francisco Jiménez y los demás diputados electos. Esto es una satisfacción adicional para mí al recordar aquella aventura. Espero que nadie lo tome a mal; cada cual tiene sus pequeñas místicas. Soy descendiente en línea recta de Don Juan Vázquez de Coronado, el único conquistador de América que nunca permitió les robaran a los indios sus joyas de oro y grande de España que suplió de su propio peculio los gastos necesarios para españolizar Costa Rica. Que los manes de mi abuelo y fundador de la nación costarricense, el Adelantado y Magnífico señor Don Juan Vázquez de Coronado, me permitan siempre no quitar a los infelices lo que es suyo ni esquilmar el tesoro nacional. Amén, amén.

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